La colina de Montefiascone mira hacia el lago de Bolsena, junto a los antiguos recorridos de la vía Cassia, trazada por los cónsules romanos, y de la vía Francígena, recorrida por los peregrinos medievales que se dirigían a Roma. El lugar adquirió gran importancia como sede de los rectores papales de Tuscia, que durante siglos se alojaron aquí, entre los jardines y con vistas a la Rocca dei Papi. El nombre de la localidad recuerda, aunque no se sabe si de manera intencionada, a los vinos de la zona. Lo que sí se sabe es que, en el siglo XII, el prelado alemán Johannes Defuk certificaba la presencia de buenos vinos en los lugares por los que viajaba con el término «Est!» (¡Hay! en latín), y aquí anotó «Est! Est! Est!» con evidente entusiasmo.
La lápida del cardenal Defuk está colocada cerca de la entrada de la iglesia de San Flaviano, al comienzo de la vía Francígena en dirección a Orvieto. El edificio en sí merece una parada por su singularidad arquitectónica, al estar compuesto por dos espacios, uno encima del otro: la fachada tiene una logia del siglo XVI que asciende mediante arcos románico-góticos, con la curiosidad añadida de que las dos iglesias están orientadas en direcciones opuestas. Y en ninguna de las dos faltan los frescos. Más arriba, el perfil de Montefiascone está marcado por la cúpula del siglo XVII de la catedral, que ahora presenta una portada neoclásica de mediados del siglo XIX, aunque su estructura general es de principios del siglo XVI. Sin embargo, no debes perderte el resto del centro histórico.
Si tienes tiempo para recorrer la zona, lo ideal sería llegar, por las carreteras provinciales que van hacia Orvieto, hasta las dos Bagnoregio, ubicadas en sus respectivos promontorios de toba: Balneum Regis ya se mencionaba en documentos del siglo VI, y esa historia es claramente palpable. El núcleo original del asentamiento, Civita, está separado del resto de la localidad y hoy en día solo es accesible gracias a un pintoresco puente de hormigón armado. El espectáculo es algo absolutamente fuera de lo común, que este pueblo que parece estar suspendido en el aire permite disfrutar aún más gracias a sus cafés y talleres artesanales, los cuales viven de la inevitable afluencia turística. Las calles estrechas y las casas de sabor medieval son su seña de identidad, así como iglesias, palacios y un museo geológico que explica el porqué de la continua erosión en el valle de los Calanchi.